Ya lo sabía entonces. Tenía ocho o nueve años y no aguantaba la ficción de Nochebuena. Por qué estar contentos esa noche si el resto de los días había tantas cosas que no funcionaban? No me engatusaban los papeles brillantes de los dulces ni las botellas y los vasos tintineantes, ni las sonrisas, no. Sólo me atraían las bolas del árbol de Navidad, hechas de un cristal finísimo allá por Checoslovaquia. Delicadas y perfectas, era un placer reencontrarme con ellas. Y montar el Belén, como un pequeño paraíso de casitas con habitantes felices paseando cerca de arroyos, patos y castillos donde yo disponía todo a mi antojo, donde todo estaba en su sitio, donde nadie peleaba. Por eso buscaba evadirme cuando la cena estaba acabando y el personal se distraía, y marchaba a la ventana, y miraba las casas de enfrente, las ventanas iluminadas. Imaginaba qué se viviría allí, casas lujosas, quería pensar que todos serían felices. Añoraba una plenitud que desconocía.
Y toda la vida igual. Será que no existe. Que hay momentos perdidos por ahí, que pueden ser plenos, pero no estados permanentes, o casino. Que la contemplación de la belleza puede ser un estupendo bálsamo para las heridas. Que no hay más pequeño país que uno mismo.
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