Todo empezó una mañana fría de octubre. Con un babi blanco que mi madre había cosido a regañadientes utilizando unas enaguas. Iba a ir al colegio "como los demás niños". Era algo desconocido, desconcertante. Con cuatro años producía cierto revuelo en el estómago. ¿Qué sería aquello?
Llegué con ella y con mi (falsa) tía y mis primos, y con mil personas más, a ese patio cuadrado con ventanas de cristales opacos y mallas metálicas. Hacía frío, repito. Nos hicieron esperar tiempo y tiempo hasta que alguien empezó a vocear no se sabe qué. "Yo no aguanto más. ¿Se han creído que somos borregos?Haciéndonos esperar aquí al fresco, como si tal cosa. Se acabó. Cuando tenga dinero para llevar a mi hija a un colegio, irá. Vámonos a casa".
Se mezclaron en mí sentimientos variados y contradictorios. Por un lado quería quedarme, como los otros; por otro, aquello resultaba sospechoso y de futuro incierto.¿Qué será de mí? pensaba yo compungida. Y volví a casita, de la mano, como una oveja.
La oveja era negra, por supuesto. La única que no iba al colegio en la casa y en la vecindad. Creo que fui capaz de reconocer ese orgullo materno heredado de tiempos y países que fueron mejores y hacerlo mío.
La verdad es que en casa no se estaba mal... o al menos, era un mundo familiar en todos los amplios y ambiguos sentidos de la palabra.... o al menos eso creía yo....
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