lunes, junio 02, 2008

De amapolas y otras flores, y de él.


Mi abuelo, el innombrable, después de acabar la guerra y fastidiar a toda la familia se hizo taxista. Comparado con el trabajo que tenía en París, chófer del multimillonario Larragoiti, esto era de una bajeza considerable. Pero daba un dinero que él se encargaba de malgastar en caprichos de viejo. Por ejemplo, en tomarse el aperitivo en "la Amarilla" antes de venir a comer. A mí me traía siempre el aperitivo que le daban, ya fuera una aceituna con un boquerón, unos cacahuetes en una servilleta. "Para la niña", decía orgulloso.


El coche era un Citroën negro y reluciente. Él le llamaba "el pato". De vez en cuando me llevaba sentada en el transportín, porque, según él, le daba suerte. Para mí eso era fantástico, pero en mi casa todos andaban con el alma en vilo porque tenían miedo de que tuviera alguna explosión de las suyas. No sabían nada, estaban tan metidos en su historia que no podían ver más allá.


Él me llevaba de vez en cuando a una extraña tienda que había en Doctor Castelo. Era una granja de pollitos, una incubadora. Entre máquinas y luces había jaulas llenas de animalillos teñidos de todos los colores. Hacía calor y olía a plumas de forma un tanto nauseabunda, pero resultaba fascinante. Alguna vez me dejaron tocar uno de los pollitos,lo que dejó en mí una sensación de suavidad y calidez inolvidables.

Una mañana se presentó en casa y me dijo que tenía que acompañarle a hacer un trabajo, que íbamos a ir muy lejos a llevar una cosa que me gustaría mucho. Llegamos hasta la tienda y, para mi sorpresa, había varias cajas de pollitos preparados, si tapar todavía. Se apretujaban unos contra otros, azules, rojos, amarillos, verdes, morados, y piaban constantemente... Él los metió en el taxi, me colocó en el transportín y nos marchamos. El camino fue largo, largo, largo, pero es que yo tenía pocas referencias de viajes en mi haber. Al dejar las casas atrás, me dijo que estábamos en la Ciudad Universitaria. Evidentemente, eso me daba lo mismo, pero lo que veía a mi alrededor, no.

Campos verdes llenos de flores amarillas, rojas, azules. Yo no había visto cosa igual, y quería bajar a ver de cerca y a tocar aquello tan bello. Me dijo que primero íbamos a dejar los pollitos en un sitio donde les cuidarían muy bien, y que volveríamos para ver las flores.
Y así fue. Aunque me costó despedirme de aquella barahunda piadora, estaba deseando llegar al campo. Una vez allí, recuerdo que yo miraba y él cogía flores y más flores para mí. A manos llenas, a brazos llenos. Volvimos con el coche convertido en jarrón improvisado, y al llegar a casa, mi madre puso el grito en el cielo por la ocurrencia del abuelo, que iba a poner todo perdido. Tengo la sospecha de que dijeron que estaba loco, como era costumbre.

Como sobraban flores, tuve la genial ocurrencia de compartirlas (o exhibirlas, cualquiera sabe) subir un buen montón a casa de mi vecina Merceditas, pensando que les gustarían tanto como a mí. Su madre no dijo nada así de primeras, pero una vez que hubimos acabado de deshojarlas todas mientras ella hacía la cena y pasamos a jugar a otra cosa, la buena señora tuvo ocasión de poner el grito en el cielo a más y mejor. Jugando jugando habíamos pisado los pétalos rojos, las hojas verdes, y el suelo estaba lleno de marcas variadas. Y nuestras manos, y la ropa, y la tapicería de las sillas (todo un lujazo). El resultado fue que tuve que bajar a toda velocidad a mi casa, seguida de un rastro de flores machacadas y de improperios, que llegó hasta el cubo de basura. Si hubiera sabido, habría dicho eso de "no eches margaritas a los cerdos", pero no formaba parte de mi repertorio.

Después de tantos años sigo esperando cada primavera la llegada de las amapolas. Cuando paseo me hago ramos que pongo en mi casa, no puedo resistir apropiarme de esas bellezas tal como hice de pequeña. Se deshojan en poco tiempo, pero nadie protesta.

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