Varias tarde a la semana, no sabría decir si una o dos, todas o cada quince días, ella se iba. No podría precisar cuándo empezaron esas salidas. Normalmente yo la acompañaba en su periplo por los almacenes, o simplemente calle Torrijos arriba o abajo viendo escaparates, en invierno, cuando no había luz y no podíamos ir al Retiro.
Pero así como de puntillas, esta nueva forma de pasar el tiempo entró en mi vida.
"Mira, como ya eres mayor, esta tarde te vas a quedar solita". "¿Qué te dejo para merendar? ¿Pan bombón con foie gras o pollo trufado?"
Mis gustos eran ya algo más sofisticados, había dejado atrás el pan con mantequilla/aceite y azucar y la economía doméstica permitía comprar productos antes desconocidos. La distracción incluía también cortadillos de cidra, pain d'épices y alguna otra cosa más, con tal de que la presencia de tales delicias contribuyera a disimular el hecho de que yo, con ocho años, me quedaba sola en casa, con un teléfono y una radio, y con un pasillo de dieciocho metros, oscuro como la boca del lobo, en el que estaba el cuarto de baño.
Escuchaba todos los programas de Radio madrid, de Radio Peninsular. Las novelas, el teatro, las series de humor, las canciones dedicadas.
Odio los boleros y las coplas..."Reloj, no marques las horas" "María de la O"...Personas aún más desgraciadas que las que yo conocía, llorando su pena cantando por la radio. La vida debía ser un mar de torturas y sufrimientos sin límites. Otro trabajaba en una mina y le gustaba, a pesar del grisú, que yo sabía era peligrosísimo. Me parece que el mismo minero salía fuera de España, harto de trabajar en el pozo y lloraba y suspiraba abrazado a la bandera porque echaba de menos el grisú. Otros dejaban a las novias porque se metían con sus madres que eran santas. Otros molían café, pasando las horas como yo.
Vivíamos en un mundo surreal, ellos dentro de la radio y yo fuera. No sé cómo no intenté, a lo Woody Allen, entrar en ella.
El 22 de noviembre de 1963 escuché que habían asesinado al Presidente Kennedy. No tenía el gusto de conocerle más que por el No-Do, pero me parecía simpático. Yo lo oí y me pareció horrible. Se salía de lo habitual, mineros, madres, novias que se van y todo eso. Sentí la imperiosa necesidad de llamar por teléfono a alguien para contárselo, y empecé a marcar todos los números de mis amigas, que eran tres incluído un niño francés que se llamaba José Mari. No tenían ni idea, y poco les importaba. Estaban jugando en su casa, viendo como su madre preparaba la cena, haciendo los deberes...
Yo estaba sola. Con el teléfono para hablar y la radio para oir.
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