sábado, agosto 12, 2006

en el agua


Hay un lugar, ya perdido para mí, en el que me encontraba con mi parte de agua. Para llegar, como ocurre con todo lo bueno según dicen, hay que recorrer un largo y tortuoso camino bajo el sol. Ya podría ser que alguna vez algo te cayera así como el maná, sin esfuerzo ni pena pero con gloria....!!!! Pero está visto que no suele suceder!
Vuelvo. Ese lugar es una playa casi sin tocar, de arena fina y casi blanca, y, casi vacía . Lo justo para sentirte en un rincón perdido, alejado del mundo. No hay ruido, ni chiringuitos ni bares. Sólo algunas personas que soportan el camino hasta allí, a través de unas salinas que despiden un calor tremendo entre charcas de agua rosada, flamencos, garcillas y gaviotas.
Al llegar a la arena, ves el mar a lo lejos, lo oyes, lo hueles. Las algas secas que dejan las tormentas empiezan a crujir bajo los pies. Quema todo. Según te acercas, la brisa te refresca y te acaricia, como prólogo de lo que vendrá después.
La orilla! Lisa, dura, brillante. Las olas, pequeñas, se acercan mansas. Piedras, conchas, algas verdes, el fondo ondulado que reverbera con la luz....Fuera ropa!

Cada día que iba a aquella playa la sentía más parte de mí misma. Los pies entraban poco a poco en el agua, que al principio se veía sin color pero que a medida que se aproximaba al horizonte iba pasando por tonos verdiazules hasta llegar a un color oscuro y plateado a la vez. Qué caricia! A veces fría, a veces tibia. Me envolvía como un abrazo total, hacía que me sintiera ligera y habitante de otro mundo. Como con alas, o como sin cuerpo. Podía volar dentro de ella, podía flotar y dejarme llevar por ella.
Tomar aire y sumergirte....El pelo era una aureola que se movía con la corriente. Giraba sobre mí, y podía ver el cielo a través del agua, espejeando, roto en mil pedazos. Pegándome al fondo, sentía la arena y las algas rozándome. Un poco más lejos estaba la línea de arrecife, donde me esperaban peces, erizos, cangrejos, ermitaños, todo un pequeño mundo por descubrir. Y a veces, algún trozo de ánfora romana o fenicia, esperando también, a salir de nuevo al calor del sol.
Mientras buceaba pensaba en todo lo que se ocultaba bajo la arena y más allá de las rocas. Restos de barcos. ¿Algún tesoro? Sí. Una simple jarra lo es, un trozo pequeño, algo que te ate al pasado que allí se hace presente. Y de pronto sentía la necesidad de mirar mar adentro, sumergida. El azul del agua se oscurecía de forma inquietante, llenándose de incógnitas. No había matices, era un muro impenetrable e infinito. No era atractivo. Hacía que me sintiera sola, muy pequeña y débil.
Ufff! Tenía que salir de inmediato, la sensación era agobiante. Y allí, entre dos aguas, buscaba el horizonte para tranquilizarme. Cielo y mar que parecían no acabar, pero que me hacían pensar en que poco más allá había tierras que me llamaban. Sicilia, Italia, Creta, Chipre, Malta, Grecia. Y de ellas, miles de historias surgiendo como los trozos de ánfora para atarme al pasado....
Y mi impotencia para acercarme allí como no fuera con la imaginación....
Deseo permanente que forma parte de mí y que quizá muera conmigo....
Ya más tranquila, tomaba aire otra vez y volvía a sentir el agua abrazándome, refrescando el contacto con el sol.
Y el juego volvía a empezar! Date vuelta, mira el cielo, revuelve el fondo con la mano, mira como salta ese pez. Ahí va una sepia. Una estrella de mar roja. Vuelo, floto. Soy otra yo distinta. Me pierdo en ese sentimiento de no reconocerme.

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