sábado, febrero 09, 2008


Desde pequeña amo los faros, cuando por primera vez vi el de cabo de Palos.
Solos, firmemente aposentados en sus rocas, abiertos al mar, oteando el horizonte, recibiendo la luz de día y regalándola de noche.
Pensé seriamente hacerme farera, pero en aquel momento las mujeres no podían ejercer de determinadas cosas. Y de ello me ha quedado una nostalgia vaga que se agudiza cuando me encuentro con alguno.
Cada elección tiene detrás una explicación más o menos consciente.
Un deseo para uno mismo, silencioso o no.
A veces, una clara demanda que se hace a los demás ofreciendo lo mismo que tú pides.
A veces, una añoranza de algo indefinido que dormita en algún perdido rincón del alma, y que la palabra no acierta a describir.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué texto testimonio y qué fotografía. No sé si se lleva el oficio de farero todavía, la técnica lo supera todo y los faros, probablemente, sean sólo máquinas. Pero ¿por qué perder ilusiones y sueños? ¿Y si nos constituimos en faro, es decir edificio y fanal de nuestro propio interior? Hay tanto horizonte, acuático o no, que otear, y tanta luz que arrojar sobre las oscuridades en estos tiempos de tormentas y falsedades...

lagave dijo...

Ahora hay "técnicos en señales luminosas", y sí que admiten mujeres, aunque creo que se tiende a automatizar el funcionamiento y no se convocan plazas. Proceso paralelo al de las personas-faro: cada vez le importa menos a nadie lo que puedas dar de tu interior. Vivimos en un mundo de plástico y lo que prima es el colorín de la superficie.
La foto puede ser de la isla de Ouessant, en Bretaña, o de Galicia, no lo tengo claro. Pero al fin y al cabo, comparten mundo mágico.

Anónimo dijo...

O la productividad que arrasa hasta en los oficios más recoletos...o tempora!