"No te sientes al lado de ningún chico".
Retumbaba en su cabeza flotando entre la perplejidad y la resignación. ¿Quién podría haberse opuesto a aquella robusta maestra pelirroja una vez que la puerta se cerró? Una madre es una madre, pero hasta con siete años uno es capaz de percibir el absurdo de ciertas situaciones y actuar de forma práctica. Y ahí estaba, al lado de dos hermanos, uno gordo y otro flaco, Evaristo y Gonzalo, en un lustroso pupitre de pino con la veta al aire, qué va a ser de mí en este lugar.
Era un mundo desconocido. Una cocina reconvertida en clase, con la despensa a un lado y ventana al patio de luces, las paredes recubiertas de tablero y una pizarra. Tiza, como aquella que usaba para pintar las paredes pero dedicada a menesteres más serios. Cuadernos forrados de hule (le tocó el color más feo por haber esperado hasta noviembre, y justo en el de "Composición", cuyo nombre no auguraba nada bueno). Lapiceros, plumillas en palilleros y tinteros. Equilibrios sobre cuerda floja, manos temblorosas ante ejercicios desconocidos.
"Cuando quieras hacer pis, dices ¿Me permite?".
Menos mal que faltaba poco para ir a comer a casa.
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